Especulando en Cuba…

Dicen que los guapos mueren a manos de los cobardes. También podría decirse que nuestros especuladores de nuevo cuño suelen morir a manos de los envidiosos, o más bien víctimas de su lengua. Que le pregunten a Gilbert Man

Hasta hace poco, era muy fácil reconocer en La Habana a esos jactanciosos baratos a los que llamamos especuladores *, dados a alardear a costa de lo que roban o de aquello que les dejan caer quienes los mantienen generalmente desde el exterior. Pero como aquí todo se trifulca, cada vez va siendo más difícil diferenciarlos a primera vista. No porque se hayan puesto recatados, sino porque se están multiplicando incesantemente, igual que las lombrices, y llegan ya a ser tantos que se han integrado al paisaje, diluyéndose en el conglomerado.

Hay sitios por acá (discotecas, bares, restaurantes, shopping…) en los que resulta más fácil establecer diferencias entre nuestros distintos tipos de especuladores que entre los que ostentan y los que no. No significa que haya más especuladores que personas normales, sino que hay que observar muy bien al normal -llamémosle así- antes de arriesgarse a concluir que no es un especulador.

Desde aquel que cuando va manejando un auto “moderno”, chilla gomas en cada esquina y enciende la reproductora a todo decibel, para que nadie deje de admirarlo, hasta el que se gasta largas horas bebiendo una única cerveza en la terraza del bar Sofía, en plena Rampa. Es amplia la variedad de subespecies con particularidades aparentes pero hermanadas en un solo género, el del nuevo especulador cubano, un petulante con más globitos en la cabeza que recursos en la cartera.

Claro que aquí existieron siempre los especuladores. Forman parte de la savia nacional. Pero los rasgos que tipifican al de hoy son tan radicalmente inusitados que es posible hablar de un especulador de nuevo cuño, el peor de nuestra fauna.

El tiempo no ha transcurrido en balde. Se abrió un abismo entre pasado y presente. Del lado de allá, aquel magnate de los años 50 al que, por su origen de clase, no le habían permitido entrar a un club aristocrático, entonces, como respuesta, construyó un club aristocrático para él solo, el Casino Deportivo. De este lado, el reguetonero Gilbert Man, un marginal que roba los parvos recursos de compatriotas emigrados en la Florida para venir a dárselas de potentado entre sus vecinos de Guanabacoa, donde la miseria da al cuello, y atenido a que todo cuanto se haga contra la justicia estadounidense será siempre bien visto en este oasis de corrupción.

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Ambos ilustran las dos orillas temporales que separan al clásico especulador cubano y al de nuevo cuño. Aunque, claro, entre uno y otro queda un amplio surtido.

Con muchas menos posesiones que el de antes, pero con mayor impudicia y más visible entusiasmo a la hora de alardear de lo que no tiene, el especulador de nuestros días está a punto de convertirse en una especie de héroe de la patria. Y ese es su lado más preocupante. Todos o casi todos en el barrio lo asumen como un triunfador. Las mujeres le hacen cola (que Dios se las bendiga). Los hombres lo saludan efusivamente (con un beso en la mejilla, que es la nueva tónica), para que el resto vea que son íntimos. Los niños exigen a sus padres que les hagan cortes de pelo iguales a los que usan los especuladores, y se desviven por vestirse como ellos, colgándose gangarrias brillantes en el cuello y las muñecas. No hay trámite burocrático que le robe tiempo a un especulador, porque por la pinta lo sacan para atenderlo sin que haga cola. En el mercado de productos y servicios es siempre bien recibido, por sus generosas propinas. Y en las instancias de la ley, otro tanto, por lo mismo.

 

En un país en el que la falta de dinero y de cualquier otro bien material se ha convertido en traumática pandemia, ser especulador resulta un valor agregado. A nadie debe sorprender entonces que esta subespecie represente el ejemplo a seguir.

Sólo existe aquí otra subespecie tan numerosa y pujante como la de los especuladores, aunque menos simpática: la de los envidiosos. Opuestos entre sí y ambos opuestos a lo que soñó Martí, se complementan y funden para patentizar el cumplimiento de lo que prometió Fidel. Los envidiosos son casi todos de edad madura, formados bajo el adoctrinamiento de décadas anteriores, según el cual todo aquel que sobresalga entre el rebaño, y especialmente si sobresale por vivir mejor que el resto, debe ser visto con recelo (lo que es decir con envidia) y denunciado como enemigo. Mientras, los especuladores, que son mayoritariamente jóvenes, representan el ansia desencadenada de querer tener lo que les negaron desde niños, y si no pueden tenerlo todo, se conforman al menos con muy poca cosa y mucho alarde.

Dicen que los guapos mueren a manos de los cobardes. También podría decirse que nuestros especuladores de nuevo cuño suelen morir a manos de los envidiosos, o más bien víctimas de su lengua.

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